sábado, 12 de enero de 2013

Viaje a Uyuni


La terminal de Villazón será precaria, pero al menos cuando llueve no se inunda. El bondi llega con una hora de retraso, marcha atrás. Está más desmayado que el tren fantasma del Parque las Heras. No tiene luces traseras. Las ventanillas están selladas para que no nos asfixie la polvareda. Curioso, me agacho para inspeccionar las ruedas: una de las cubiertas traseras tiene dos huecos del tamaño de una hamburguesa. Pegada en la puerta, una calcomanía del Gato Silvestre reza: "Bienvenida, gente linda". Y bueno, es lo que hay… Es un viaje kamikaze hacia Uyuni, pero el hechizo de la vida está en el riesgo.
Las mochilas pesadas forman una montonera en el techo. Una vez dentro, el calor agobia. Hay tantas ganas de irse que algunos viajan parados. El viaje es de nueve horas, entre montañas, por camino de ripio. El bondi va revotando, haciendo sapito. Este es el Dakar del tercer mundo que nadie quiere esponsorear. A media hora de recorrido se cumple mi presagio: la cubierta con los huecos de hamburguesa revienta y derrapamos; la minita con pañuelo en la cabeza me aturde con su alarido desesperado. Finalmente el chofer controla el vehículo. A pesar de su actitud demente, yo confío en él y en sus hojas de coca. Dos ayudantes bajan y cambian la rueda. Seguimos adelante.
Pienso que existen bastantes probabilidades de morir. No dramatizo. Sólo digo que existen bastantes probabilidades. Mucho más aún cuando empieza a llover y no frenamos. ¿Qué pasaría si muero? En el fondo me siento pobre, por no tener con qué pagar el precio de olvidarte. El del asiento de al lado dice “qué pesadilla, la concha de la virgen”. Un hippie toma la posta con su guitarra y decide tocarla para aliviar angustias. Los hippies tienen esa capacidad de ponerle buena cara al tiempo, sencillamente porque prescinden de sus agujas. Muy atinado, interpreta Lamento boliviano de los Enanitos verdes, y los pasajeros acompañan con palmas.
La luna está llena, pero nos da la espalda. Hacia los costados no se ve nada. No sé si abajo hay precipicios, carcasas de colectivos y esqueletos colgando de los cactus. Cierro los ojos fuerte y me lo imagino, y luego escribo estas líneas para hacerlo más llevadero. A esta altura, y por la altura, la cabeza parece que me va a explotar. El colectivo se rompe dos veces más. Creo que mientras menos repuestos dispone una Nación, mejores son sus mecánicos. Llegamos a Uyuni como a las tres de la mañana, embadurnados en tierra y temblando, pero sanos y salvos: un nuevo día se avecina.

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