sábado, 12 de enero de 2013

Crónicas de periplo latinoamericano


Viajo por Colombia, la tierra de los sueños. A Medellín se la ve malherida. Las secuelas que le dejó el narcoterrorismo entre los 80 y los 90 no se pueden disimular, en la que fue la Tierra de Don Pablo. El paso del Robing Hood de los Pobres, el que regalaba dinero y ayudaba a los olvidados. La era de la plata o el plomo, donde uno elegía entre recibir los billetes o morir. Sí que se le nota el ayer. En cientos de cuerpos desparramados que viven en la calle. En los vagabundos que venden objetos irrisorios, como un jostick de SuperNintendo o una olla quemada. En los altos barrios de los cerros, laberintos impenetrables a la vista, viejos semilleros del ejército de niños sicarios. En la sangre derramada de una generación de jóvenes, se nota.
El pasado, por más bueno o malo, despierta añoranzas. De Medellín no sé ha ido ni se irá el airecito de nostalgia por los años de Don Pablo. Melancolía parecida a la del drogón que intenta rehabilitarse. Porque es eso Medellín, en este trance de su historia: un pueblo en rehabilitación. Eso no quita que se escuchen en los recreos de las escuelas, algunas veces: "Si Pablo viviera estaríamos mejor". O que las doñas besen la estampita y rueguen por él, mientras recuerdan mejores tiempos: "Vengo a hablar con Don Pablo, tengo un problema, necesito operar a mi hijito". Eso no quita que su imagen recucite entre los mitos urbanos: "Una vez le pagó a un taxista con un maletín de dólares por llevarlo hasta su casa". Y no son sólo los pobres los que suspiran: también el veterinario extraña las épocas en que lo mandaban a comprar un perro raro al culo de Asia, lo bien que ganaba. O el arquitecto, que diseñaba mansiones con piscinas de aguas termanles traídas de Bama, Región de Guangxi, China. O el de la concesonaria de autos, o las miles mujeres que se acostumbraron al rol de acompañantes vips, y así, atravesando las tripas de toda la sociedad. Pablo se fue, ya no está. Pasó los últimos seis meses escondido en un rancho miserable, sin glamour, sin órdenes que dar, en sobredosis de soledad. El Bloque le reventó los sesos mientras huía por los techos. Prefirió morir así, con el duelo de los suyos, a ser extraditado al país de los gringos. De su legado quedó la cultura narco, que la alcaldía trata de erradicar en el presente.
En Medellín, los que me abrieron las puertas de su casa, sin conocerme, fueron Alex y su madre santa. De origen afro, derochan humildad, humanidad, carisma, bondad. Me cuentan que es difícil conseguir trabajo por el color de piel, pero antes era mucho peor. Agradecido infinitamente estoy con ellos. El racismo no se acabó, ni la exclavitud, ni la colonización ni la violencia ni el narcotráfico.
Paseamos por un Centro de muchedumbre bullanguera, ensombrecido por los rieles del metro que viaja por los aires. Lleno de puestos callejeros, talleres mecánicos, whiskerías y locales de camisetas y películas truchas y plazas con fuentes para mojar las patas. Compré varias de cine colombiano y la camiseta retro de Andrés Escobar, el futbolista asesinado por el pecado del gol en contra. Alex se empeciba con hacerme probar comidas antioqueñas: probé, entre otras cosas, una especie de malvadisco, una golosina casera. Resultó ser un cartilago del tobillo de la vaca, hervido mucho rato y azucarado. Muy extraño, pero riquísimo. Y para beber: jugo de lulo, refrescante fruto quita sed, mata resaca, ideal para caminar el rincón más tóxico de la ciudad.
Me encontré con valles maltratados, es cierto, pero que aún respiran y tratan de ver la luz. Podría decirse que en terapia intensiva se encuentran, con signos de mejoramiento. No es arte de magia, sino gestión. Ya me habían comentado al respecto, otros viajantes. La ciudad acaba de ganar el concurso a ciudad del año, que organizan The Wall Street Journal y Citigroup. Esto justificado por las innovaciones que se implementaron, y que permitieron la reducción de emisiones de CO2, la reducción de la criminalidad, la creación de espacios culturales. No importa en sí el premio, lo que debe destacarse es el beneficio social que le trajo a la población. Voy a detenerme sobre este último aspecto, porque pude verlo con mis propios ojos.
Por política de Estado, se construyeron grandes centros culturales y bibliotecas populares en los barrios de bajos recursos. Los mismos brindan gratuitamentre todo tipo de actividades artísticas, espacios de encuentro, educación, debate, cine, sala de juegos para niños, trabajo social y solidario, Internet, préstamo de libros, etc. El único requisito para entrar es presentar cédula de identidad. Las instalaciones lucen impecables y la participación es masiva por vecinos de todas las edades. Representantes de todas partes del mundo viajan para conocer el modelo e imitarlo. Los usuarios lo cuidan, eliminando así el estigma de que los pobres todo lo destruyen y de que la cultura es un consumo de burgueses. La cultura no es un mero espectáculo ni una industria. Se entiende y debe entenderse como parte vital del desarrollo de las personas y un acceso mayoritario a la información, construyendo conocimiento y sentido de modo comunitario y participativo.
A esto se le suman los sistemas de transporte, como la aerosilla, que permitieron incluir a los barrios altos, antes inaccesibles, a la vida ciudadana. Pude llegar hasta el barrio Moravia o a Santo Domingo, dos sectores muy precarios de la ciudad, y visitar estos sitios. Semejante inversión en cultura, al menos en Sudamérica, podría tomarse como vanguardia. Fue una experiencia alucinante ver eso funcionando tan activamente, una propuesta de verdadera inclusión. Un niño en las escaleras se ofreció para darme un tour, a cambio de una moneda. Me emocioné al ver en su rostro sucio una sonrisa de esperanza.
En una avenida, camino al aeropuerto, un grafiti dice: En vez de balas, yo quiero alas.


Cali, ciudad caliente

En Cali♫ 
empiezo por visitar el Centro Cultural del municipio: no tiene actividades. Luego voy al Teatro Municipal: no hay obras hasta abril. Cruzo la calle y entro a un lugar llamado Pro-arte. Una voz femenina pregunta si es noche de cine francés. El taquillero responde que sí: se presenta “Las mujeres del sexto piso”. Encima, los lunes, la entrada es dos por uno.

En Cali♫ ♪
ella se presenta como Andrea. La película empieza una hora más tarde. Entonces visitamos la muestra de una artista japonesa. Kariruko Kurashaki, algo así se llamaba. Una escultora. Las obras son objetos abstractos, hechos de tela blanca, que penden de tanzas. No me transmiten nada. ¿El arte puede desentenderse de la discusión política? Andrea contesta que no.

En Cali♫ ♪ ♫
esas mismas obras, sacadas de su espacio de exhibición, tendidas de una soga en los suburbios caleños, bien podrían ser unas pilchas secándose al sol; pero acá, en la sala, se venden desde dos mil quinientos dólares.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪
en las ventanas de los suburbios cuelgan pilchas secándose al sol, las estoy viendo. Andrea dice: los jóvenes no tienen muchas opciones: “o salen futbolistas o se meten en las escuelas de sicarios, para sobrevivir”. Existen en Latinoamérica escuelas para matar. Violencia y vidas que se van; el Counter Strike de la vida real.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪
hay un suburbio, como en todas las ciudades del continente. Un externo, un marginal, un otro que no soy. Un afuera. Límites de cemento y barreras invisibles. Lo oculto, lo oscuro. El rincón ciego de quienes no quieren verlo, porque da miedo y afea. Allí los niños hacen jueguitos en sus callejones, hasta que oscurece. Hasta que ya no pueden ver la pelota. La vida les dio ¨una espada con la punta sin afilar¨, pero igual sueñan con jugar algún día a estadio lleno. Patean, se divierten, resisten, los que vinieron al mundo con las piernas cortadas, o en el camino se las cortaron; los que nacieron ya de arranque, perdiendo por goleada.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫
hay quienes critican a Maradona, bajo el argumento de que un deportista no debería drogarse. Y no faltan los que pretenden que sea un ejemplo moral para la humanidad. En cambio, los desplazados latinoamericanos celebran su irrupción en la Tierra. “Ahí va Maradona, arranca el genio del fútbol mundial”, el fenómeno social, el artista maldito, el héroe de barro. Y detrás de su gambeta van corriendo millones de derrotados, utópicos, que se aferran a la ilusión de que el triunfo en la vida es posible. En Cali, en este momento, un niño hace jueguitos y chupa un caramelo, mientras sueña lo mismo que el Diego.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪
Me pregunto cuál es mi sueño, cuál es tu sueño. El de todos nosotros.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪♫
vimos la película Andrea, dos Carolinas, Tatiana y yo. Como éramos número impar, y la entrada era dos por uno, le pregunto a un caballero solitario si quiere ser mi compañero de cine. Creo que entiende que le hago una propuesta indecente u homosexual, entonces se ataja, y me aclara en tono cortante: “no soy tu compañero de cine, sólo compramos las entradas y ya". Le doy el ticket y nos separamos; al ingresar elige una butaca alejada de la mía. Fin, salimos. Nos vamos con las chicas al bar de las empanadas de plátano; la historia que pintaba gris, se ilumina de repente.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪♫ ♫
Jovita es la reina de la ciudad, nadie lo duda. “Reina Infinita”, invoca su estatua. La chusma decía que estaba loca. Mientras tanto ella se paseaba por las avenidas, hablando sola, declarando a los cuatro vientos lo evidente: “soy una reina”. Lucía frondosos trajes y adornos lujosos, que le obsequiaban las damas de la alta sociedad. La locura preciosa, encarnizada. Murió soltera, sin penas, sin conocer a su Jardín Florido. Fue 1970: cayó fulminada por un infarto, mientras se colocaba champú bajo la ducha. Para ese entonces ya era una leyenda urbana, un personaje ilustre.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪♫ ♫♪
los bares inspiran. Son hermosamente viejos. “El Baco” es atendido por un par de hermanos de pocos dientes, desde hace cuarenta y dos años. Todo anticuado. Los dueños destacan con orgullo: “nunca, desde que abrimos, cambiamos la heladera”. Se acostumbra ir por la tardecita a escuchar boleros y tangos y a conversar, bebiendo chupitos de ron.
Otro: Evocación. Una ochava de paredes negras, un cartel modesto, una puerta, un muchacho moreno allí parado. Adentro: un codo sombrío pero acogedor, una barra tapizada con cuero bordó y banquetas giratorias. Una luz tenue tiñendo el ambiente de sepia. Cuadros de grandes intérpretes. Del otro lado, botellas y una impresionante colección de vinilos de tango. Ocho mil discos apilados en la estantería. El cantinero es una especie de sonora humana: los clientes le piden temas, hurga y, en cuestión de segundos, encuentra el disco correspondiente. Una señora bebe tequila y me revela: “hace tantos años que vengo… y Evocación permanece intacto. Si usted vuelve en veinte años, le aseguro, ese cuadro de Gardel que ve seguirá colgado allí”.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪♫ ♫♪ ♪
mientras miramos correr el río, Andrea suelta frases: “la democracia debe reconocer que fracasó: no resultó ser un sistema de igualdad y de justicia”.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪♫ ♫♪ ♪♫
la universidad no es gratuita. No podés convertirte en ingeniero gratis, como en Argentina. Las privadas tienen patio de comidas, como los shoppings. En la pública se paga según el nivel socioeconómico. En un sector de la ciudad universitaria caleña, cientos de jóvenes no van a estudiar sino a volar: hay quioscos de drogas disponibles adentro del recinto, con características similares a los de las favelas o las villas; lo llaman el aeropuerto.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪♫ ♫♪ ♪♫♫
y en todos los pueblos hay un poeta. Aquí es Andrés Caicedo, el urbano, el de los conflictos sociales, el “primer enemigo de Macondo”. En su libro ¡Que vida la música!, escribió que vivir más de 25 años era una vergüenza. A esa misma edad se suicidó en 1977. En Córdoba murió el Cabezón Sotelo, recientemente. Vivió sus últimos años con los pibes de la Luciérnaga, llevando literatura a los barrios, el ex preso del Penal San Martín; un premio más valioso que cualquier concurso literario.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪♫ ♫♪ ♪♫♫♪
se mezclaron culturas de origen africanos, con otras de procedencia campesina. Hicieron fiestas y bailaron y así se conocieron. El baile se convirtió en el modo preferido de comunicarse para los habitantes. Un lenguaje “sensual y lúdico”, que llena el alma y da alas. El baile como identidad. Moverse todo el tiempo, rápido, fuerte. Se inundan en salsa los caleños; festivos, alegres. La música antillana que, como el tango, nació como expresión de los pobres. Y luego, recién después de ir a París, o a Nueva York, fue celebrada por los burgueses.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪♫ ♫♪ ♪♫♫♪♫
Andrea repite, una y otra vez: “me curo con rumba, bailando me arrebato el corazón”.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪♫ ♫♪ ♪♫♫♪♫♫
se baila salsa todos los días. A la salida del trabajo se sale un rato. Los lugares donde ir son en su mayoría de entrada gratuita. El Tintindeo es el epicentro de la rumba. En la pista, cualquiera baila con cualquiera. Bailemos, bailemos, bailemos. Cuando uno recupera la razón, ya bailó con todas las mujeres que había, sin discriminar: gordas, flacas, altas, bajas, arrugadas, jovencitas. Prevalece otro concepto: se baila por el simple hecho de hacerlo, de sentirlo, de disfrutarlo. Bailar por bailar y vivir bailando.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪♫ ♫♪ ♪♫♫♪♫♫ ♪
el clima es tropical. De día hace calor, de noche pasa una brisa que hace cosquillas. Los caleños gozan de buen humor, sonríen, parecen felices. Las mujeres son amables y encantadoras. No es un descubrimiento mío, esto ya lo advirtió Ospina: “las caleñas son como las flores y vestidas van de mil colores”. Los hombres, habituados a la lindura, tan sensibles a la belleza, se ponen exigentes. Mientras viajo en colectivo, una calcomanía reza en el primer asiento: “Si usted considera que está rica, siéntese aquí. Si no, no”.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪♫ ♫♪ ♪♫♫♪♫♫ ♪♪
El aviador de Tres Arroyos va en moto hacia el Mercado, ni bien sale el sol. Sus ojos se sonrojan por la emoción y el viento. Lo conversa al carnicero y consigue que le corten la vaca al modo argentino. Nos despedimos con asado y vino, nada más y nada menos que el primero del viaje, mientras festejamos el cumpleaños de Luisa en casa de un tal My Love.

En Cali♫ ♪ ♫ ♪♪♫♪♫ ♫♪ ♪♫♫♪♫♫ ♪♪♫
no me olvido nada, creo, ni me olvidaré de ustedes. No quisiera irme, insisto, pero debo hacerlo. El último adiós en la terminal. Los empleados comienzan a limpiar los locales de comidas, al ritmo de Willie Colon. En las vidrieras, se ven fritangas de mediodía que quedaron sin vender. La melancolía leve acusa la partida. Me acompaña la sensación de que volveré, en algún lugar del tiempo, en alguna promoción aérea. El abrazo prolongado, mientras Andrea dice: en Medellín te espera la luna llena.


.feb 2013.

Ayer me fui de Quito rumbo a Cali. Lloviznaba y la gente acudía en paz a elegir presidente. Finalmente, como se presumía, Correa resultó reelecto, al igual que Cristina Fernández y Chávez en su momento. Me encantó la capital ecuatoriana, me sentí parte de ella por varios días, le envidié sanamente algunas cosas; y no sólo un boleto de transporte accesible, eso lo tienen la mayoría de las ciudades; el transporte público es un derecho para el ciudadano y una obligación para sus administradores, jamás debería ser pensado como negocio. Paré en el Hotel Sucre, frente a la Plaza San Francisco; una especie de pensión, de cuartos baratos y tv sin cable, atendido por un japonés un tanto gracioso, al que le faltaba bastante mercadería en su góndola cerebral. Me encantó esta ciudad, en sí, porque supo defender su historia, sus personajes, su arquitectura. Según afirman, posee el mayor casco histórico preservado de América Latina. Y basta con caminar y caminar para comprobarlo; no hablo sólo de una plaza y un par de edificios y monumentos, sino de la ciudad vieja completa, la que le dio origen y vida. Mientras las veredas ondulan, rodeadas de cerros volcánicos, hay cuadras y cuadras de casas antiguas con balcones, flores, tejados, aberturas de origen. Hasta los centros comerciales mantienen los viejos carteles artesanales hechos por viejos herreros quiteños. Sus zonas emblemáticas se mantienen, sin que les pase por encima una topadora y les eche encima un edificio de telgopor, forrado de ladrillo visto, cotizado luego en precios exorbitantes. Ejemplo de ello es La Ronda, donde pasé el Día de los Enamorados, escribiendo poemas en servilletas del bar del neuquino. De construcciones modestas y elegantes, con patios interiores, terrazas, corredores y habitaciones que miran hacia un patio central, con sus zaguanes; sobre calles empedradas. La Ronda fue y es el centro de la bohemia, de la poesía y la música. Lo mismo ocurre con las plazas; aún se conservan como lugares para el trato de la cosa pública, y no un lugar de mero tránsito. A diario el pueblo se reúne, y allí se debate y se discute sobre los temas que involucran y preocupan a la ciudadanía. Y se gritan a los ojos: Correa es un corrupto, por esto, por esto y por aquello. Y otro le dice que no, por esto, por esto y por lo otro. Y es más enriquecedor que la abulia y el silencio, a la que nos acostumbramos.
En Quito queda demostrado que pueden convivir la ciudad antigua, con su fuerza simbólica, con aquella moderna, de shoppings y edificios, sin excluirse. No hizo falta destruir su patrimonio histórico y cultural para construir. Porque, como es lógico, sobra espacio para ambas. No se lo entiende así en Córdoba, al menos no así nuestros representantes y sus aliados, cuando negocian bajo la premisa del “desarrollo”. Lo único que se desarrolla son sus bolsillos, mientras la ciudad colapsa y se deforma.
Allí, en Quito, sobrevivirían los barrios Alberdi, los Güemes, los Alta Córdoba, Los San Vicente; los que le dieron nacimiento, sentido y características propias a nuestra ciudad. La historia viva de Córdoba. Prontos a desaparecer, cuando ya no estén, la capital cordobesa se reducirá a un mero espacio sin identidad, a un no-lugar, donde no nos podremos ya reconocer ni nos reconocerán.


I
Me acosté con armonía al llegar, tomando precauciones. Me cepillé los dientes. Protector bucal. Repelente. Hasta el mosquitero puse, alrededor de la cama. Cerré mis ojos suavemente y suspiré, sin más que pensar. Un mosquito se coló y me picó en el tobillo; abrí los ojos. Un descuido es suficiente para que en Montañita te lleve el diablo. Anda por sus callecitas, disfrazado de mujer, con una biquini de la Budwiser, y los ingenuos le piden una foto. Aquel que, como yo, intenta llevar una vida saludable, alimentarse adecuadamente y descansar a la hora debida, sufre como una niña virgen. Mi conducta intachable resulta en vano. Punchi-punchi, Punchi-punchi, Punchi-punchi, toda la puta noche, haciendo vibrar la ventana de mi habitación. Ven, ven, ven, sal, sal, sal, me insiste una voz siniestra. Doy vueltas y vueltas en la cama y no hallo posición. Apenas consigo un leve dormitar. La música me despierta a la una, a las dos y a las tres de la mañana. No para. Afuera hay risas endemoniadas. Primero muevo los deditos de los pies;se me ponen chicharacheros. Luego los huesitos de las piernas, los brazos, la cabeza. Tarareo: es otra vez esa maldita canción pegadiza, cuyo estribillo dice “yo no quiero agua, yo quiero bebida”. Siento la candela serpentearme. Estoy acalorado. La frente me empieza a sudar, la boca se me seca por la sed. Me falta el aire, soy un pececito fuera del agua. Sos débil, me digo, asumílo. Sos fácil, además. Me levanto, ya nada importa. Agarro el envase de porrón y salgo descalzo, desaforado, en busca de una Pilsener helada. Me lleva el diablo, de la mano, me entrego, no puedo evitarlo. Y sin quererlo, ya estoy acá, en la fiesta, en plena calle, junto a borrachos,fumones que mastican hamburguesas, yonkis y dealers, rastudos, barbudos, malabaristas, chicas malas moviendo el culo, acróbatas, artesanos, ese extraño que se parece al Gringo Ramia, mimos, clowns, cantores, escupidores de fuego,poetas, y demás desafiliados del sistema y sus sindicatos.
II
A una hora de Montañita está Puerto López, un pueblo viejo, oxidado y modesto.El mercado huele a podrido, pero reina la paz. El ambiente es familiero. Su costa tiene forma de pequeña bahía, con sus comedores,el muelle, barcos pescadores anclados, pelícanos revoloteando y jugadores de naipes. A sus afueras, se encuentra la playa de Los Frayres. Una reserva natural de doce kilómetros de cautivantes playas de arena fina, con agua mansa, turquesa y cristalina. Las más bellas que vi en el Ecuador. Como es reserva natural, la gente no tira basura. En el resto de las playas la basura queda regada. Deberían ponerne un gran cartel de reserva natural al mundo, así tal vez entiendan. Aquí, a pesar de ser vísperas de carnaval, enfiestarse no es la principal actividad. Aunque me llamó la atención la celebración de los velorios. A la vuelta del albergue hay una sala de velatorios, y pude presenciar dos. Velan a los muertos en reuniones que se asemejan a fiestas aburridas, apagadas, donde nadie baila. Sacan las mesas y las sillas a la vereda, mientras los músicos hacen sonar sus guitarras, entonando serenatas, en vivo y en directo. Algunos beben caña, otros conversan, como hacen los adultos en cumpleaños de niños. A la hora del entierro, cargan el cajón y salen a la calle, llevándolo a cuestas hasta el cementerio. No hay coche fúnebre ni autos escoltando. Delante, subidos a la parte trasera de una camioneta, van los músicos cantando. Detrás, una procesión de familiares y allegados, desfilando con el féretro en silencio. Un turista californiano les toma fotografía; yo me abstengo, dudando si se trata o no de una falta de respeto.
III
En Ecuador, el carnaval se festeja con ganas. La celebración se lleva a cabo durante el fin de semana largo, por cuatro días. Las calles se llenan de gente paseando y divirtiéndose. Salir a deambular implica estar dispuesto a recibir de cualquiera una bombucha, un globo, un balde de agua y chorros de espuma loca. Y no hay lugar a la protesta ni al enojo, sólo vale responder con las mismas armas. Juegan y disfrutan. Y, por supuesto, el aguacero se complementa con bebidas espirituosas hasta altas horas de la madrugada. Envenenarse con alcohol, mientras sube la marea, hasta el amanecer. No hay comparsa ni disfraces a la vista. Los ecuatorianos brindan por el carnaval, lo bendicen, es una fecha importante. Se lo toman enserio, bromeando. A mí me tocó vivirlo en Salinas, una especie de mini Punta del Este. Llegué acá de manera inesperada, por una invitación desconocida. En un puesto callejero compramos cerveza; el vendedor las destapaba con las muelas y a mí me daba escalofríos. Su mandíbula descansará sólo cuando queden cadáveres y botellas regadas. Pobres de los que tengan que limpiar las resacas de esta fiesta. Entramos a un bar, y la pista está encendida. Hace calor, dan ganas de tirarse una jarra de cerveza en la cabeza.La niña más caliente del continente se llama Ruth, el bombón de Guayaquil. Me sube la bilirrubina. Mientras perrea, me dice que su sueño es conocer a Marcelo Tinelli. El mío es ser bailarín de salsa, y conquistarla bailando un tema del gran Joe Arroyo. No puedo quedarme atrás, siento llegar el aire de Cali: abro, cierro, abro cierro, sí, sí, adelante, atrás, adelante atrás, vueltita, vueltita, hasta acabar por destruir mi coraza de estatua. Me muevo, vacilo: es un milagro…



Estoy en Huaraz, capital de Ancash. En quechua significa "amanecer”. Un pueblo grande, que dice ser ciudad en los papeles. Tiene un nutrido polo comercial y un gran mercado, alrededor de la Plaza de Armas. Casi no hay rastros coloniales: un terremoto en la década del setenta arrasó con todo, y debieron levantar nuevamente las construcciones. Los más adinerados se dedican a la minería. Los más humildes, en los montes, a la agricultura, y azotan a quien ose de robarles. Y, con cierta tibieza, se desarrolla el turismo de montaña, al que llegan principalmente los entendidos.
Lo que más impacta es su ubicación geográfica: se encuentra atrapada entre la Cordilla Negra y la Codillera Blanca, como si fuese un ying yang. A la vista es enérgica y grandilocuente; popularmente se la conoce como Suiza peruana, por sus cerros y bosques. Ya me lo habían advertido, en Lima, antes de viajar, que se parecía a ese lugar donde vive Heidi con su abuelito. En América Latina pareciera que, para que algo tenga valor, debe pasar la prueba de ser comparado con Europa y lograr semejanzas.
Y donde hay montañas, hay montañistas; locos, enamorados, hipnotizados, obsesionados con subirse encima de ellas. Llegan desde los recovecos del mundo, y una vez que se empolvaron las manos, tensaron la cuerda y treparon, difícilmente abandonen el lugar. Huaraz es un crisol de razas extremas y mentes delirantes. Temerarios de diversos colores que se juegan la vida, metro a metro, desafiando las alturas. Sobran historias de tipos que batieron récords en deportes extremos. Y de aquellos que la pifiaron y se hicieron carne molida en el hielo. “Es que la montaña te llama”, profetiza Rodrigo, como si fuese Mahoma, mientras contemplamos el Huascarán, cuya cumbre nevada alcanza los 6768 metros.
Cuando Rodrigo me fue a buscar a la terminal, amanecía. Él me llevó a su casa, donde me alojé a gusto. Caminábamos hacia allá y me resumía el presente de su vida. Nació en Cusco y allí pasó su infancia. Después se mudó a Lima, donde se recibió de abogado. Ejerció su profesión los últimos años en un estudio, hasta que dejó todo y se instaló a Huaraz. Su vida cambió radicalmente, por decisión propia, a sus treinta y dos años. Estaba harto de pasarse todo el día trabajando, de sol a sol. Harto de que su jefe se llevase la mayor parte de la ganancia. Del agite de la ciudad, de las cuentas que pagar, de las necesidades innecesarias. Renunció, vendió el carro, los electrodomésticos, vació el departamento. Dice que no se arrepiente. Ahora que vive una vida más saludable y relajada, rodeado de montañas, siente que dejó de ser un esclavo.
Se trata de verlo como lo veían los griegos, comenta, como virtud y base de la felicidad. ¨El ocio no era para ellos no hacer nada o una pérdida de tiempo, sino una parte esencial de la vida, una actividad valiosa y cargada de sentido”. Ahora sueña con abrir La Casa del Escalador y trabaja en ese proyecto desde hace unos meses. Quiere que los niños de la zona se vinculen a la escalada, conectando deporte, naturaleza y turismo aventura. Además de un albergue, para recibir a quienes la practican. Pero, aunque el municipio se muestre interesado, aún no consigue los recursos para llevarlo adelante. Planea ir a Europa a conseguirlos.
El caso de Rodrigo no es el único. Conocí varias historias particulares, con un aspecto en común: llegaron, observaron, se maravillaron con el entorno, se quedaron. Lili, la alemana que se casa con un peruano por arreglo, a modo de favor, para que pueda estudiar en el país libremente. El Francés de la pizzería El Horno, que se jacta de haber llegado a Huaraz de joven, con apenas un par de porros, y hoy es dueño de un negocio y dos propiedades. John, el estadounidense zaparrastroso con cara de psicópata, que rara vez habla y no escala, pero igual va a la montaña y acompaña.
Pasé seis días junto a ellos, el paraje donde más tiempo estuve desde que salí de casa. Fui de un oculista, sin diploma en la pared. Me dijo que mi ojo estaba bien y me dio gotitas, y el resto de la consulta se la pasó babeándose por un bife argentino con ensalada. También fui a las aguas termales de Monterrey, a relajarme y bailar pop chino bajo el agua. A una pollada en beneficio de un lisiado. A un casamiento de un peruano y una francesa, sin ser invitado. Hice pizza casera y jugué torneos furiosos de Play Station. Vi cine peruano. Dejé crecer mi barba. Y pude conocer las ruinas de Chavín, entre los valles; un pueblo preincaico que data de 1500 años antes de Cristo. Por lo que vi: una civilización propensa a inhalar San Pedro en polvo, alucinar, y crear arte.
Me quedaron dos cuentas pendientes: ir con un Chamán a curarme de todos los males, y probar qué es eso de escalar. Ya habrá oportunidad. Es muy placentero cuando uno se marcha de un lugar y siente el deseo de regresar, pronto. En el próximo pueblo, en una de esas me corto el pelo.


Sobre por qué Lima resultó ser amistosa
I
Desde una cabina llamé a Patricio, un amigo cordobés. Hace unos años se enamoró de una limeña, juntó sus pertenencias y tomó un vuelo hacia este destino. En una hora pactamos encontrarnos.
En ese lapso compré un poco de comida en una rosticería y me senté a comerla en un banco de la avenida Prado. Pensaba en él, en su vida, y recordaba mis días en México; cuando la soledad pesaba más que un delfín saltando en un atardecer violeta y anaranjado. Allá nunca me visitó un amigo, pero debe ser como una inyección de aliento, supongo. Una emoción inconmensurable, esa de pellizcarse y comprobar que uno sigue siendo uno. En su caso, el “Colorado” Ortega.
Tomamos el colectivo de la Vía Expresa, caminamos sin apuro, y al paso tomamos café y ensuciamos ceniceros en distintos bares. Hablamos de muchas cosas. De lo que significa estar entre dos tierras, sentir el desarraigo. Ir por la calle y no hallar conocido alguno. Cualquier sujeto: Chirola barriendo la cancha, el Manco timbeando, la vieja Doly que hace los sanguches más ricos de milanesa. Quien sea. De eso, poco a poco, conversamos. De acostumbrarse a que no te june nadie y empezar del punto cero.
Sobre el olor del detergente, porque huele sospechoso. Y acerca de la insólita ausencia del bidet en el baño. De los asientos del bondi, ni que fueran para enanos. De litros de mates en solitario y noches sin asados. Sin los muchachos. De aviones, hablamos, y de libros. De la Chacha Villagra. Del amor y otros demonios. De por qué es más rentable estudiar ingeniería civil que comunicación social.
Y en medio de esa experiencia, tan gratificante, casi sin proponérmelo, fui conociendo Lima, la capital peruana. Una ciudad costera, con puerto en la periferia. La del barranco que se derrumba. La de playas repletas de piedras que devuelve la marea, con olas que seducen a surfistas tempraneros.
Con su cielo gris y brumoso, infaltable. Vaporosa, transpirada, densa. La urbe que no precisa de paraguas, ni de pilotos, ni de poetas que le escriban a la lluvia; porque no llueve.
Lima, con sus carteles que explican como huir de terremotos y tsunamis, pero no de su vorágine. De construcciones bajas y edificios antisísmicos, hoteles esplendorosos y restaurantes internacionales. Con avenidas iluminadas por casinos y tragamonedas y resaca navideña. Música de bocinas. Con su Parque Kennedy, donde parejas canosas bailan al ritmo del son hasta que cae el sol.
La que no vi ni me vio, más que de a ratos, en algunos rincones, los que atravesamos cuando salimos a pasear; junto a Patricio, su esposa Tatiana, y Catalina, la bebé que viaja en su vientre. Generosos, me llevaron a comer, y pude probar de la gastronomía regional. Y así pase un fin de semana bacán, donde dejé las hamburguesas y salchipapas de los puestos, para ir de bufet en bufet, con ansiedad oral, devorando como un senador o diputado.

II
No debí tomar ese whisky, anoche, al regresar. Después de tantas entradas, principales y postres, fue la gota que rebalsó el vaso y vomité de tanto exceso. Lo malo de ir a un diente libre o barra libre es que, poseído por el miedo de desaprovechar la libertad paga, uno traga y bebe en demasía, desaforado, casi que con sadismo. Es mi último día en Lima y amanecí con el ojo derecho bañado en sangre, por una baja de tensión. (No soy ocultista, pero infiero que se me reventó un vaso sanguíneo). Tengo el ojo rojo como Kano del Mortal Kombat.
Al mediodía fui a un hospital a que me revisen, pero resultó ser muy caro. Un Perú costaba, un ojo de la cara. A mi lado se sentó una chica a la que le picó un bicho venenoso, provocándole un globito de pus en el tobillo. Ella sí se pudo atender, porque tenía pago un servicio de salud al viajero.
Por la tarde, una tal Aldana se ofreció a acompañarme hasta un sanatorio público para urgencias; del tipo romperse el cráneo en una moto, recibir un balazo, o arrancarse un dedo con un tramontina. Pienso en el gesto amable de su parte: las personas se comportan de un modo inusual cuando están de viaje. Los turistas se saludan entre ellos al cruzarse en la calle, aún siendo que son un par de perfectos desconocidos. O se acompañan a los hospitales. En cambio en las ciudades en las que residen, las que los consumen, pueden ver un niño durmiendo en la plaza y siguen de largo, lo invisibilizan.
Después de dos horas en la sala de espera, se dignaron a decirme que regrese mañana, porque el oftalmólogo atiende de lunes a viernes. Pasa Doctor que mañana estaré en Huaraz…

III

Viajo en un taxi, con destino a la terminal de Cruz del Sur. Voy mirando por la ventana las últimas imágenes. Espero que el taxista no me pregunte lo que el anterior: ¿Y cómo está la Argentina?, en veinte cuadras no sabría decirle ni cómo estoy yo. Por suerte me habla de Lima. Opina que le faltan propuestas para atraer visitantes y se queja, porque no puede ser que los boliches cierren, por ley, a las tres de la mañana. Es insensato, carajo, dice. A través del cristal, la ciudad se mueve lenta, como dentro de una pecera, en el bostezo del domingo por la noche. Me voy de acá, es 20 de enero y, a mi alrededor, nadie parece notarlo o darle importancia.
El 26 de Febrero vendrá a cantar Alejandro Sáenz: seguro que alguien lo recibe con un beso en el aeropuerto.


A los que, previo a salir, me dijeron que Cusco era bellísimo, para quedarse varios días, les doy la razón. La ciudad empalaga a los ojos. En la zona de San Blas las visitas sienten ganas de abrazar las paredes, besar las flores y mojarse la frente con la fuente. Aunque considero no se trata una ciudad en sí, sino de tres coexistiendo: la originaria, capital del imperio incaico, con escuetas ruinas regadas que coronan los cerros y sus alrededores. La española, que aplastó a la primera con espadas y caballos, tejados y balcones, plazas, estatuas, iglesias y charcos de sangre. Y la actual, tan turística y cosmopolita, que se vale de ambas para generar un negocio millonario.
A diferencia de Bolivia, Perú incorporó la palabra turismo a su diccionario de supervivencia. Sobre todo en esta parte, donde se inicia la travesía hacia el Machu Pichu. La ciudad es pintoresca, encantadora y hasta presumida. Se sabe a sí misma hermosa. Repleta de visitantes de cualquier edad y poder adquisitivo. Hay locales de alta gama de ropa, licores y joyas y hasta hoteles lujosos, para quienes aterrizan en aviones. Y hostales y pensiones escondidas para quienes llegan en colectivos, conducidos por choferes barrigones vestidos con musculosas de la NBA.
Las ciudades turísticas alienan: en una misma cuadra te ofrecen sexo, masajes, tours, restaurantes. Los pibes que venden postales te ofrecen un fasito o cocaína, como si fuera un palito-bombón-helado. Los analfabetos aprendieron de memoria frases en inglés, porque si no venden la artesanía no comen. Los carteles de vagabundos que piden limosna dicen thank you. Los perros lucen pirincho y ladran, pero con cortesía. Y, en las esquinas, los policías son como GPS´s que indican cómo llegar a cada calle.
Se ven personas de todas partes del planeta, ansiosos por conocer una de las siete maravillas del mundo moderno: americanos, europeos, asiáticos, oceánicos, africanos. Desconocidos que te entregan sus cámaras, pidiendo por favor que les dispares una foto. Todos posando y sonríendo, tal vez planeando en que, al regresar, las mostraran a sus allegados, diciéndoles mirá dónde estuve, mirá dónde estuve.
En cada país sudamericano que conocí se percibe el desprecio hacia lo que alguna vez existió y a duras penas perdura. Ciudades fragmentadas habitando un mismo lugar, votando en elecciones comunes y pagando los mismos impuestos. Odios raciales y culturales, división, es el legado que dejaron los colonizadores a sus hijos de madres violadas. Desprecio al nativo, al indio, al no blanco. A la tierra.
En lo posible, una vez vistas, trato de alejarme de las zonas tradicionales, ya que se repiten en sus movimientos. Valen la pena los lados B. Me gusta tomar esos colectivos bajitos, donde me peino la cabeza con el techo. Y viajar con rumbo incierto, sin siquiera mirar por la ventanilla, porque te llega a la cintura. Y esperar que el niño anunciador que baja y sube en cada parada, grite con melodía alegre el nombre de cualquier destino desconocido, y allí bajarme a ver qué hay. Me gusta caminar por la zona del Mercado, sentarme en los comedores de sus galpones. Leer en los carteles que hay sopa de ojo, de oreja, de lengua, y animarme a probar. Me gusta caminar sin el folleto en la mano y preguntar, aunque me digan diez respuestas diferentes. Ver cómo es y vive realmente la gente del lugar.
Por las noches, en el bar del hostel, los gringos beben como búfalos y saltan borrachos, arriba de las mesas. Me cuesta comprender por qué se comportan así, como si fueran parte de un concurso de Mtv. Sentado a mi lado en la barra, un neoyorkino me pregunta por qué los chilenos y los argentinos se odian. Me pongo a reflexionar un instante y no logro obtener argumentos sólidos. Mucho menos los podría explicar en inglés. ¿Cuánto hay de mí en una bala, en un himno, en la madera de la mesa de una embajada?
Habría que responderles como en ese chiste de Yayo: ¿usted qué opina de la posición de Zerbia y Bosnia frente a la ONU? - Ah, no sé, a esa posición no la conozco. A mí la posición que me gusta es en cuatro patas.
Decir que odio al chileno que duerme en la cucheta de al lado no es sino un despropósito. Cuando uno se siente confundido y algo estúpido, como Condorito cuando hace Plop!, lo más sano es pagar la cuenta e irse a dormir.


Sol prepara uno de los mejores platos que probaré en mi vida: trucha del Tikicaca a la plancha, papas con hierbas, y zanahorias y chauchas salteadas, extraídas de su propia huerta. Mientras limpia el pescado recién traído, conversamos. Me cuenta que vivió en Buenos Aires, en la Villa Soldati. Trabajaba bordando ropa. Pero eso no era vida. La asaltaban seguido y la humillaban a diario. Después quedó embarazada y decidió regresar a la Isla del Sol, porque la contaminación urbana le hacía daño. Hablamos de Bolivia y del lugar; desde una ONG hoy trabaja sin descanso para instalar allí un hospital. No hay ninguno. Esta semana murió un isleño por no atenderse un dolor estomacal. Se dejó estar, porque el doctor más cercano se encuentra a varias horas. No son chamanes, sino miembros de La Cruz Roja Alemana, los que ofrecen un equipo médico y odontológico. Sol dice que es muy díficil lograrlo, ya que los viejos lugareños son muy conservadores y desconfían de los foráneos. Razones han de tener en este país, pero aún así no piensa en bajar los brazos.
Ella parió a su hija con la ayuda de un voluntario español. Así vino al mundo pequeña Cielo. A veces me levanto para jugar con ella, cuando me insiste en que le enseñe a leer a su muñeca. Nelson, su padre, me explica los secretos del cultivo de papa. Hay días específicos para sembrar, para remover la tierra y demás detalles. Los momentos están asignados por los santos de sus antepasados. En la isla hay un cuidador que vela por los cultivos. Es el que arroja dinamita al aire cuando hay amenaza de granizo. Acá es un hecho comprobable que los abuelos logran mayor cantidad de kilos que los jóvenes. “Hay que tener sumo cuidado con la cocecha, porque debe rendir como alimento para todo el año”.
Ellos me alojan en su hostal, sobre la sector norte del terreno, en la zona de playas. El lado sur es de montañas, prados y casitas de paja y adobe echando humo, que se asemeja a la aldea de los hobbits. La Isla del Sol es el lugar más fantástico que vi desde que salí de mi casa, el primero de enero. Parece ser un lugar sagrado, como tocado por alguna varita mágica. Una sensación parecida tuve hace años en Cabo Polonio. Es un lugar para tirarse panza arriba en la arena, frente a los rayos del sol, cerca del muelle. Un lugar para dejar de lado los triunfos y las derrotas, problemas y soluciones que nunca llegan. Los corazones rotos. Las cosas imposibles. Un lugar para contemplar las estrellas desde una piedra. Un lugar para no pensar en nada, ni mirar atrás.



La Paz es la primera gran ciudad que visito en este periplo latinoamericano. Como toda ciudad, hay perros sueltos que ahuyentar, limpiabotas a quien apoyarles el zapato, vagabundos a quien darles una limosna, taxis, plazas con fuentes y palomas donde sentarse a ver gente pasar y confiterías donde respirar aroma a café. Iglesias. Lluvia. Un estadio de fútbol. Bares donde escribir, conversar y embriagarse. Ropa sucia acumulada y miles de cigarrillos prendidos en simultáneo. Espacios donde malgastar dinero. Disposiciones que se repiten: un centro luminoso, vistoso y mantenido para el ojo del visitante; y periferias olvidadas, embarradas y en penumbra.
Pero cuando uno camina y da vueltas y vueltas por una ciudad cualquiera, cae en la cuenta que es una trama propia, un relato que se cuenta día a día, identitario y diferente de las demás. La Paz es una ciudad sin igual. Imponente. Tragada por un pozo y vomitada hacia las montañas. Desde un mirador se la puede observar: acá no existe el revoque fino ni la terminación en ladrillo visto; las casas son ladrillos apilados y a la vista. O adobe. Los pocos edificios que existen son de colores.
Pero, sin duda, lo más impactante es la cultura de la economía, conservada desde siglos pasados. Sin envase, al aire libre, mano en mano. Acá no existe Walt Mart. Si uno quiere comprar, basta con pataconear por las calles empedradas y toparse con ferias de todo tipo: en plena calle se compra desde pescado hasta clavos. Los alimentos, como verduras, se producen en pequeña escala; alrededor del casco urbano se pueden ver las parcelas.
Acá en La Paz, y en Bolivia, las que le ponen el pecho a la historia son las mujeres. Las mismas que lavaron y cuidaron del Che. A veces dormitan del cansancio, pero se levantan, llevan y traen los costales pesados, y ven pasar transeúntes y la vida misma desde sus puestos de trabajo. Los hombres parecen fantasmas en este lugar del mundo, jugadores suplentes, actores de reparto.
Entre las ferias, pude encontrar vendedoras de libros. En el paño están las principañes editoriales en español: Alfaguara, Tusquets, Anagrama, etc. Sólo que las ediciones son truchas, meras reproducciones, que se consiguen a módicas sumas de dinero. Aproveché la ocación y compré varios, considerando que quedan muchos kilómetros de viaje. Como no existe la facturación, se pueden negociar los precios hasta lograr acuerdo. Estoy por empezar a leer Tokio Blues, Norwegian Wood de Haruki Murakami. La calidad del producto no es la mejor, pero eso no me preocupa: lo voy a leer con mucho amor, así no se deshoja.



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3 comentarios:

  1. no puedo creer haber leído todo esto de un tirón, yo vaga lectora de poemas, mejor si simples y cortos, será que tu escritura me atrapa lindamente, viajar leyendo, usar tanto tiempo en esta práctica como el que te llevó transcribirlo al blog, claramente me gusta la mirada de tus ojos, me sienta familiar, cercana de alguna hermosa manera que nada tiene que ver conmigo sino con esa capacidad indudablemente tuya de hacerte cercano a cualquiera, como yo. dejo de leerte por hoy ya que la córdoba me tira de entre casa, pero con gente linda, quiero abandonar este aparatejo por el que leo por un rato, salú por tu viaje y por la forma de encontrarte con la américa nuestra y de encontrarnos con la américa a través de tus ojos. abrazo fuerte, otro día te sigo leyendo, lindas tus suelas. la cami

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  2. TESTIMONIO SOBRE cómo conseguí un préstamo para construir mi hospital milagrosamente de MRS. HELENA THOMAS Loan Company (mrshelenacharityhome@hotmail.com)
    Hola a todos, soy Maribian Méndez. una madre de 7 hijos maduros de México, me gustaría compartir este gran testimonio de cómo conseguí mi préstamo de la señora Helena Thomas Loan Company cuando quise construir mi propio hospital y Guarderías, ha Después estafado por varias compañías en línea y se les ha negado un préstamo de mi banco y alguna otra cooperativa de crédito que he visitado. mi estado financiero era realmente malo, yo estaba sola en la calle. Hasta que un día me vergonzosamente entré a un compañero de la escuela vieja que me presentó a la señora Helena Loan Company Al principio le dije que yo no estoy dispuesto a correr ningún riesgo de solicitar un préstamo en línea de más, pero ella me aseguró que voy a recibir mi préstamo de ellos. En un segundo pensamiento, debido a mi falta de vivienda que tomé un juicio y solicité el préstamo, por suerte para mí que recibí un préstamo de $ 900,000.000 dólares de {mrshelenacharityhome@hotmail.com} Soy alegre me arriesgué y solicité el préstamo. mis hijos se les ha dado la espalda a mí y ahora soy dueño de una casa y un negocio propio.
    Todo gratitud a MRS HELENA THOMAS Loan Company para dar un sentido a mi vida cuando yo había perdido toda esperanza.
    Mrs Maribian Méndez.

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  3. TESTIMONIO SOBRE cómo conseguí un préstamo para construir mi hospital milagrosamente de MRS. HELENA THOMAS Loan Company (mrshelenacharityhome@hotmail.com)
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    Mrs Maribian Méndez.

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