lunes, 19 de septiembre de 2011



Corrí hasta acá trapeado, tambaleando en la madrugada, con la mugre del viento lijándome la geta. No hay ascensor en el monoblock, hay que subir por escaleras, y en el segundo piso me topé con la maceta. Anestesiado, la imaginé de chocolate y quise masticarla. Y fui feliz por un instante, como se ponen las minitas depresivas, cuando se miman con chucherías en el shopping.

Hunté mis dedos en la tierra: estaba crocante y estancada, sin lombrices ni plantas. Apenas un ovillo de raíces crujientes; duras y muertas, flotando como una isla, que no servían ni para adorno.

Se ve que en la mudanza, los inquilinos del 2°B la olvidaron en la puerta, se la quisieron sacar de encima o no les entró en el flete.

La metí en mi departamento sin avisar, cuidadosamente, escabulléndome en la oscuridad del palier, fichando que nadie me viera. Me chupa un huevo si el del consorcio mañana agita que soy el sospechoso, me digo, mientras me sirvo un sorbo de vino y me agarra hipo.

La observo de nuevo, esta vez detenidamente: la tierra no es inservible, carajo, sólo atraviesa un mal momento, al igual que yo. Para recuperarla le tiro agua con una jarra. La revuelvo, la ablando, le aplasto con paciencia los grumitos.

El lunes iré al vivero a comprarle una bolsa de fertilizante, para estimularla.

Apago la bulla del musiquero, voy a bajar las persianas para intentar dormir. Un día de estos, cuando me sienta más entero, voy a ponerle una linda palmera; y la maceta abandonada, me va a quedar como nueva.

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