miércoles, 11 de junio de 2014

El Negro Miguel



I
La euforia mundialista me trae a la memoria un nombre: Miguel Dellavalle, el primer cordobés que jugó oficialmente para la Selección Argentina. Y digo oficialmente, porque unos años antes hubo otro citado: José Lascano, pero no llegó a jugar.

II
Su padre era italiano y su madre era hija de un cacique, cuando en La Toma se mezclaban inmigrantes con comechingonas. Miguel fue el último hijo que tuvo la pareja, luego de concebir cuatro hermanas; el único y maldito varón.

III
Llegó a Belgrano en 1915, imponiendo rápidamente respeto en los potreros, gracias a su fortaleza y buena técnica. Debutó en el primer equipo en 1916, y se adueñó del puesto de mediocentro. Con la escuadra Pirata fue campeón de la Liga en 1917, 1919 y 1920.  En la calle, en la cancha  y en la vida, lo llamaron "El Negro".

IV
El fútbol argentino nunca fue federal, ni ayer ni ahora. Su historia se escribió, gestó y consolidó en sintonía con el orden político, social y cultural reinante; el del centralismo y el dominio oligárgico. Por entonces, a la selección la conformaban un combinado de jugadores de Buenos Aires y Rosario.

Eso duró hasta que, en las estaciones y vagones del ferracorril, los viajeros comenzaron a rumorear sobre la existencia de este mito futbolero; en Córdoba existía un crack, de apellido Dellavalle. En consecuencia, el 8 de agosto de 1920, se armó un equipo con muchos porteños, algunos rosarinos y un cordobés.

VI
"El Negro" Dellavalle brilló en el Sudamericano de 1921 (hoy Copa América); consiguiendo el primer título oficial para el seleccionado nacional, y ganándose la admiración de los metropolitanos. De esa etapa queda una anécdota: jugando contra Uruguay, apenas empezado el partido, dio por equivocación su primer pase a un uruguayo, ante la costumbre de vestirse con camiseta celeste.

Jugó poquito tiempo a la pelota. Al año siguiente, una lesión en la rodilla le impidió desenvolverse con normalidad en el campo de juego. Ya no volvió a ser figura y anunció su triste y obligado retiro, antes de cumplir los veinticinco.

VII
Intentó hacer otros deportes, como tenis o esgrima, experiencias que le resultaron un verdadero fracaso. A esa altura de su vida, se había convertido en un ebrio que transitaba solo y perdido por las callecitas de Alberdi. Se había reducido, como tantos otros, a un "ídolo de barro".

A veces pasaba un muchacho por enfrente de su casa, en la Enfermera Clermont, diciéndole a otro: "Ahí vive El Negro Miguel, ¿te acordás de lo bien que jugaba?"; pero no mucho más.

VIII
Si alguna vez te preguntan ¿Quién lo juna al Negro Dellavalle?, mostrale esta foto. 
Indicale con el dedo que es el tercero de arriba, contando desde la izquierda; 
ese morochito que contrasta con la ropa blanca, impecable, que luce  arquero.

IX
Sumido en una cruel frustración, Dellavalle no encontró en ninguna esquina del barrio la salida. O tal vez miró al cielo duante varias noches, con la ginebra en la mano, buscando en vano a su estrella apagada.  En 1932, a los 33 años, se disparó en la cabeza con su revólver Eiber 0,32.
Agonizó durante una semana, con la bala metida en su cabeza hasta que ésta, como si fuese un gol de muerte súbita, lo eliminó de este mundo.

X
No tuvo partido de despedida. De él sólo quedan algunos documentos aislados; las crónicas de diarios en su momento de gloria, llenas de polvo en alguna hemeroteca; un par de links de Internet si uno googlea; y este texto imperfecto que acota su historia, escrito a escasos metros del zaguán que lo vio nacer, 116 años atrás.

XI
Hace poco el Víctor me dijo: Che, por qué no le ponemos "Dellavalle" a una de las calles del estadio; aunque sea una sola cuadra. ¿Le cambiamos el cartel "de pecho"?, le pregunté. No, no, lo hagamos legal, consultemos en la Municipalidad.
Y yo ya sé cómo funcionan las autoridades; te mandan a comprar un timbrado al banco, te hacen llenar formularios, te pasean de despacho en despacho, te hacen formar interminables filas, archivan el expediente, y así se pasan la pelota, hasta que logran que pierdas el entusiasmo.

No le hace falta un cartel a este formidable volante central, para seguir siendo el patrón de nuestras veredas. Cuando alguien se tropieza caminando por Alberdi, no es un error de cálculo, una cáscara de banana o una baldosa floja; más bien se trata de la sombra de El Negro Miguel, que le hace marca personal a los transeúntes, metiéndoles la traba cuando intentan pasarlo.







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