jueves, 2 de diciembre de 2010

la pelota

Trotaban mis primeros días en la bahía y por alguna parte me encontré un encendedor Bic.

De inmediato realicé la prueba empírica y me percaté que no servía: no me obsequió ni una mísera chispa.

Pero mi suerte comenzó a cambiar aquella siesta dominguera en la que me adueñe de esta pelota de goma.

Navegando en marea baja la divisé por primera vez; ya sin moros en la costa.

Desde la arena se veía desinflada y malherida,

y siendo yo el único testigo del infantil abandono,

con seguridad la arrimé hacia la orilla.

Fue recién después de uno, dos, tres, cuatro toques, - y un taquito-,

cuando comprobé que la redonda aún divertía; y a partir de allí la hice mía.

Por entonces, yo vivía en la casita de arriba de la montaña,

a la que se llegaba por un caminito cuesta arriba que cansaba.

Irme de esa casa fue un trámite: no tenía más que arrojarle unas cuantas pilchas a la maleta.

Porfiado hurgué hasta en los espacios más recónditos buscando pertenencias que no existían.

Y fue al salir que nos volvimos a encontrar; ella estaba en un rincón de la terraza

pululando con un balde ajeno.

Con la mano que me quedaba libre (izquierda o derecha no afectaba el resultado) la abracé,

y le suspiré en secreto: “vente chiquita…vámonos”.

Después de mudarnos ambos nos adaptamos al nuevo hábitat.

Ella, por lo general, se la pasa embadurnada con la arena del balcón, yo no la reto casi: verla rodar me conmueve.

Los bichitos de las plantas andan diciendo por ahí que mi balón es un gran planeta,

pero las hormigas la tienen clara y no se comen el verso.

Como la quiero, trato de darle bola y cada tanto la pateo un poco;

aunque el resto de las horas lentas, permanece quieta y se aburre.




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