
Trotaban mis primeros días en la bahía y por alguna parte me encontré un encendedor Bic.
De inmediato realicé la prueba empírica y me percaté que no servía: no me obsequió ni una mísera chispa.
Pero mi suerte comenzó a cambiar aquella siesta dominguera en la que me adueñe de esta pelota de goma.
 Navegando en marea baja la divisé por primera vez; ya sin moros en la costa.
 Desde la arena se veía desinflada y malherida, 
y siendo yo el único testigo del infantil abandono, 
con seguridad la arrimé hacia la orilla.
Fue recién después de uno, dos, tres, cuatro toques, - y un taquito-, 
cuando comprobé que la redonda aún divertía; y a partir de allí la hice mía.
Por entonces, yo vivía en la casita de arriba de la montaña, 
a la que se llegaba por un caminito cuesta arriba que cansaba.
Irme de esa casa fue un trámite: no tenía más que arrojarle unas cuantas pilchas a la maleta. 
Porfiado hurgué hasta en los espacios más recónditos buscando pertenencias que no existían.
Y fue al salir que nos volvimos a encontrar; ella estaba en un rincón de la terraza 
pululando con un balde ajeno. 
Con la mano que me quedaba libre (izquierda o derecha no afectaba el resultado) la abracé,
 y le suspiré en secreto: “vente chiquita…vámonos”.
Después de mudarnos ambos nos adaptamos al nuevo hábitat. 
Ella, por lo general, se la pasa embadurnada con la arena del balcón, yo no la reto casi: verla rodar me conmueve.
Los bichitos de las plantas andan diciendo por ahí que mi balón es un gran planeta, 
pero las hormigas la tienen clara y no se comen el verso.
Como la quiero, trato de darle bola y cada tanto la pateo un poco; 
aunque el resto de las horas lentas, permanece quieta y se aburre.
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