sábado, 12 de diciembre de 2015

Mandrake


Un sujeto extraño está pintando la casa de mi hermano. Lo apodan "Mandrake" en el pueblo, por su capacidad para resolver encargos como por arte de magia. Desde arreglar televisores, hasta asistir en el parto a una burra, todo lo hace Mandrake.

Lo primero que me revela es que su pasión está en la pintura, más que en cualquier otro oficio. “Allí se ve la belleza de una casa”. Y suelta una frase más contundente: “lavo con más amor a un pincel, que a mis propios calzoncillos”.

A medida que revuelve la lata de Alba, enumera sus andanzas. Fue gerente en una cantera, gomero, aviador, bailarín de salsa y remisero de las minas que mueven el culo en los boliches de Hernán Caire. También vivió cuatro años en una carpa, cuidando un campo donde la manteca y la carne se congelaban en los árboles.

Mandrake observa que tengo un libro en las manos y al instante se asume poeta. Confiesa que escucha música instrumental para inspirarse. Que no ha publicado en papel, pero que circula un cd clandestino con sus poemas. Y aclara que solamente los lee frente a personas que se sienten muy mal, para ayudarlas; porque si él salió de “todo lo que le pasó”, cualquiera puede salir adelante.

Mi hermano le convida una Coca-Cola que ya no tiene gas. Mandrake bebe unos tragos y enciende un cigarrillo. Ahí es cuando manifiesta que lo secuestró un milico celoso, que lo torturó en el delta del Tigre durante seis meses, porque salía con su ex mujer. “En Villa María mis amigos me dan por muerto desde hace varios años”. Enseña cicatrices de balas y un bubón en la nuca a causa de los culatazos. No está seguro de la fecha,  pero cree que le sucedió en el 2011.

Las gotas sintéticas salpican la camiseta rota de River Plate que lleva puesta, y tal vez Mandrake fue sparring del Príncipe Francescoli y todavía no me lo dijo. Parecería que todas las historias encuentran sitio en su mundo, sin límites de tiempo y espacio. Que podría seguir escupiéndolas al aire, como una ráfaga, mientras desliza el rodillo sobre el revoque grueso. Y en medio de este valle, lo cierto es que no me importa si son verdad, mentira o pura fantasía.

El sol cae lento, tiñendo de naranja las piedras del Champaquí, cuando sentado en mi reposera subrayo un fragmento de la novela que estoy leyendo: “una mujer se pierde por lo menos a los dos veranos del momento en el cual nos dice adiós”.  Mandrake me interrumpe para comentar que a él también le gusta sentarse tranquilo a tomar verdes y fumarse un puchito, sin que nadie lo moleste. Cuando le ofrezco un mate, infla el pecho de orgullo y me declara que toma doce termos diarios.

Ya está el color de prueba pintado sobre la pared de la fachada; un gris claro que a mi hermano le conforma. Mandrake promete tener el trabajo terminado para el viernes, si es que acompaña el buen clima. Saluda y asegura volver mañana a las cinco, momento en que regresaré a la ciudad, a encerrarme en un departamento. Lo veo salir, enfilar hacia la subida que va a Los Molles. Allá tiene una “compañera de cama”.

Según mi hermano, Mandrake llegó a Villa Las Rosas hace dos años, dejando atrás su vida pasada, como quien muda de piel. No está muy claro fugándose de qué fantasmas. Aunque, llegó a confesarle, que fue al enterarse de que su esposa e hijastro se mataron en un accidente camino a Brasil.

Veo perderse bajo el atardecer serrano al hombre que me habló de sus múltiples experiencias, pero guardándose en cada una de ellas la parte fundamental: cómo se hace para empezar una y otra vez de cero. Yo tampoco me atreví a preguntarle, para no incomodarlo. Se sabe, los magos son reacios a revelar sus trucos.



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