jueves, 18 de julio de 2013

Los pósters de la memoria



I
Más allá del cine, los pósters o las páginas de un cómic, todos tuvimos un personaje de carne y hueso que, por algún motivo, nos marcó la infancia. Alguien que merodeaba el vecindario, se comportaba de forma extraña, y observábamos con cierta fascinación.
En mi vida es el Celestino, un borracho horrible que dormía en la plaza del San Jerónimo. Una vuelta me lo confundí con el Chipaca, un amigo de mi hermano, y me acerqué a conversarle. Andaba chupadazo y meaba contra un árbol.  Quizá se creyó que yo le quería ver la pinchila, o algo así, y me encajó un trompadón sin mediar palabra. Sentí que un misil me reventaba la nariz. Corrí hasta mi casa y pasé derechito al baño; sin llorar, sin acusarle a mi vieja. Sangraba cascadas. La pileta toda salpicada, hecha un enchastre. Y yo bancándomela, guardando el secreto. Una experiencia imposible de cauterizar.

II
Cuando mi viejo era niño, La Burra era el choro de Despeñaderos. Parte del paisaje, como el cura o el colorado del almacén de ramos generales. Porque, a pesar de ser ladrón, La Burra no asustaba a los habitantes. Dicen tu viejo y el mío que la vida de antes era más simple y justa y que la gente era más buena y que al fútbol se jugaba mejor. Lo mismo dicen de los pueblos, cuando los comparan con las ciudades. Que las bicicletas dormían sin candado en las veredas y amanecían ahí, justo en el mismo lugar donde sus dueños las dejaban. Pero, en definitiva, La Burra no le robaba a nadie en Despeñaderos; prefería ir a la Capital y chorear en los bondis de línea.
También dicen que los ladrones de antes sentían vergüenza de robar, por eso ejercían lejos; y que, poco a poco, fueron perdiéndose los valores.

III
No sé bien desde cuándo existen las rutinas. En las siestas de los años ´50, mi viejo salía a cazar ranas para la cena. La Burra pungueba por la mañana y por la tarde iba a la plaza. Mi viejo pasaba frente a él, camino al río. Se miraban. De pronto un día empezaron a saludarse, sin razón aparente; mi viejo seguía de largo y La Burra se quedaba sentado. Así, durante muchos años.
A veces un simple ritual es suficiente para encadenar un par de almas.

IV
La Burra quemaba sus días en un banco, debajo del mástil. Era la estatua viviente de la plaza principal. Siempre la misma pose: sentado, en silencio, con una varita cascándose los dedos. Nadie en Despeñaderos entendía por qué vivía así, sin molestar a nadie, maltratándose las manos con un palo de escoba. Vaya a saber pensando en qué, tramando qué plan malvado. Lo cierto era que estiraba los dedos, los separaba bien y paf, paf, paf, les propinaba largas sesiones de golpes secos; sin sobarse, sin gritar, sin romperse un solo hueso.

V
La Burra es el personaje que marcó la infancia de mi viejo, como a la mía el Celestino. Es algo irreversible, insuperable. Por eso no se cansa de repetir que a los veinte lo fue a visitar al Penal de San Martín. Que le llevó unos fasos de regalo y que por primera vez charlaron. Y que recién allí se animó a preguntarle: ¿Por qué se pegaba, Burra? Y que, entre rejas, La Burra le dijo que “Para ganar sensibilidad  en los dedos” porque “con los golpes se agudiza el sentido del tacto. Y después es mucho más fácil meter la mano, en la cartera de la dama o en el bolsillo del caballero”.
Y que, con un dejo de nostalgia, llegó a confesarle: “Con la puntita del índice podría sacarte la billetera, si quisiera. Pero, ahora que lo pienso: sin darme cuenta, practicando se me fue la vida”.

VI
Mi viejo creía que, lo de La Burra, era un modo íntimo de castigarse y así compensar los daños que cometía. Jamás lo condenó ante la revelación. Porque, para él, La Burra no era un hombre malo, ni lo es, ni lo será. Más bien un ser indispensable en su universo. El prócer de ese trofeo perdido que es la infancia. Y, mientras respiren los recuerdos, allí estará a toda hora La Burra, machacándose los nudillos. Y en los míos el Celestino, lastimándome la cara sin compasión.
A veces hay que luchar contra a ese vil contrincante llamado Realidad, que derrota ilusiones, desarma utopías, derriba ídolos. Por eso no importa si ellos viven o murieron, si están en la Tierra, en el cielo o en el infierno. 

Hay un lazo imaginario, que nos unirá a esos guasos por el resto de los días. En todo caso, lo que nos ahorca a los cuatro, es el paso implacable del tiempo.   


a M.O.

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