Permítanme hacer la distinción,
porque una cosa es un sueño turbulento
y otra distinta una pesadilla.
Puede el vecino darle puré de vidrios a tu gato
y aniquilarlo, y vos allí, presenciándolo.
Sufrir la muerte súbita de un hijo mientras lo estás acariciando.
O divisar un monstruo al acecho, dispuesto a destrozarte.
Te vas a despertar de golpe, transpirado,
bajo el efecto de un susto, a lo sumo;
hasta darte cuenta, en fracción de segundos,
que nada de eso te ha ocurrido.
Pero una pesadilla, una verdadera pesadilla en cambio,
es por ejemplo soñar el día más feliz de tu pasado.
Pudo haber sido cualquier suceso:
supongamos que fue
amando de improvisto a alguien
en un hotel del Sindicato Ferroviario.
Son esos sueños, que no son sueños
sino recuerdos indestructibles,
los que horrorizan tu pensamiento
y te consumen el cráneo.
Hay quienes perciben que el único modo de progresar
es despertarse una mañana sintiéndose mejor.
Mamá no lo entiende así: dice que un buen progreso para mí
sería comprarme pronto un autito a gas.
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