Bajo el principio de la novedad
la ciudad garantiza modernas calamidades.
En el Neverlad del Dino
la calesita no tiene sortija.
Y no es lo mismo.
Con un boleto de calesita sin sortija
se accede a dar un paseo en caballito luminoso,
es cierto,
pero los sueños allí se vuelven inalcanzables,
los caminos imposibles,
las ilusiones se vomitan porque se marean
y en huelga permanente están los monstruos
imaginarios, multicolores.
Por eso, haga el favor de dimensionarlo (urgentemente), señor padre,
y defienda el derecho de su niño en Defensa del Consumidor,
pues una sortija es mucho más que un fortuito manoteo,
mucho más que engancharse una argolla entre los dedos.
Es nada más y nada menos que la posibilidad del paso libre,
la rienda suelta, hacia un periplo nuevo.
Con un boleto de calesita sin sortija
se puede seguir dando vueltas y vueltas al compás de la música,
es cierto,
pero la música allí no es sino una sumatoria de ruidos aturdidos,
el recorrido circular es rutinario,
los pasajeros van desorientados, desesperanzados.
Es evidente que no será jamás lo mismo pelear sin cesar por otra chance
a viajar en la apatía de una muerte anunciada.
Con estos cambios drásticos, el niño sabe de antemano que el acto es ordinario.
Se limita simplemente a permanecer sentado, girando unos minutos,
hasta que el sonido se corte,
las lucen se apaguen, el galope se detenga.
Y luego a otra cosa mariposa.
Por eso, si de algo estoy seguro,
es que una calesita sin sortija no puede otra cosa
que la perversa creación de una persona espantosa.
Porque, ¿qué otra cosa es una sortija sino justamente eso,
las energías apostadas en la fe de una revancha,
la dignidad de no rendirse ante la vorágine,
el heroico intento de luchar por la resurrección?
Entonces, señor padre, no se quede de brazos cruzados,
al menos, exíjale al calesitero alguna clase de explicación.
Pregúntele:
¿a qué corresponde tan aberrante abolición?
Hagalo por los niños, ahora que son niños.
Que después las ganas se nos esfuman en la vida adulta.
En el reclamo de un aumento,
en el desvelo del anhelo,
en la contaminación diaria del alma,
en el dejar de jugárnosla por miedo,
por miedo a ensuciarnos;
y en todo el tiempo que pasamos
inútilmente
calculando las secuelas.
a Mateo.