jueves, 24 de marzo de 2016

40 años


"Ya se van a cansar estas viejas",
pensó el genocida
cuando golpearon la primera puerta.
Tal vez creyendo
que a ellas las guiaba el rencor
o el odio.
Pero esos sentimientos son
incapaces de perdurar tanto tiempo.
40 años ya,
y no se jubilan en esta lucha.
Son mujeres, madres, abuelas,
hermanas, argentinas, canosas,
que caminan ayudándose con el bastón,
buscando entre millones
a las identidades todavía robadas.
No descansan ni a la siesta.
Te están buscando a vos mientras escribo,
enseñando el camino de la dignidad.
Siempre desde el amor
y con la fe intacta,
esperando por abrazar al nieto 120.



A E.d.C

jueves, 11 de febrero de 2016



Esta mañana me vino a la mente el primer empleo que tuve, en un call center, vendiendo planes de salud. Tras numerosos intentos sin éxito, me atendió un tipo que demostraba cierto interés. No tenía cobertura médica, por lo que era un potencial cliente. La traía en buenos términos a la conversación, incluso llegó a contarme cómo estaba compuesta su familia.

Tomé confianza y le expliqué los precios del plan familiar, y que había que abonar $3 de co-seguro en algunos casos. Entonces el hombre se contrarió y me protestó “Ah, pero al final se paga un extra por todo...”. Yo, falto de experiencia, pésimo vendedor, le retruqué: “Bueno, pero supongamos que su hija se quiebra un brazo… $3 no es mucho, señor…”. Y ahí la comunicación se volvió inflexible, me contestó “por qué no te quebrás vos, hijo de puta” y me cortó.

El hombre reaccionó mal, pero no se lo dije con mala intención. Tampoco es que le pronostiqué leucemia o trasplante de médula a la niña. Puse de ejemplo una quebradura de brazo, un accidente doméstico, para que visualizara el servicio en funcionamiento. La abuela llevándole regalos; las amiguitas firmándole el yeso en el colegio; el compañerito que le gusta ayudándole en el dictado de la maestra, duplicando el escrito con papel carbónico.

Lo cierto es que el hombre se lo tomó muy a pecho y resulta que yo también, porque esa tarde regresé a mi casa con una angustia fulminante que – a trece años– todavía me dura.
Dos míseros días ocupé el puesto. Después de esa llamada presenté mi renuncia indeclinable.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Mandrake


Un sujeto extraño está pintando la casa de mi hermano. Lo apodan "Mandrake" en el pueblo, por su capacidad para resolver encargos como por arte de magia. Desde arreglar televisores, hasta asistir en el parto a una burra, todo lo hace Mandrake.

Lo primero que me revela es que su pasión está en la pintura, más que en cualquier otro oficio. “Allí se ve la belleza de una casa”. Y suelta una frase más contundente: “lavo con más amor a un pincel, que a mis propios calzoncillos”.

A medida que revuelve la lata de Alba, enumera sus andanzas. Fue gerente en una cantera, gomero, aviador, bailarín de salsa y remisero de las minas que mueven el culo en los boliches de Hernán Caire. También vivió cuatro años en una carpa, cuidando un campo donde la manteca y la carne se congelaban en los árboles.

Mandrake observa que tengo un libro en las manos y al instante se asume poeta. Confiesa que escucha música instrumental para inspirarse. Que no ha publicado en papel, pero que circula un cd clandestino con sus poemas. Y aclara que solamente los lee frente a personas que se sienten muy mal, para ayudarlas; porque si él salió de “todo lo que le pasó”, cualquiera puede salir adelante.

Mi hermano le convida una Coca-Cola que ya no tiene gas. Mandrake bebe unos tragos y enciende un cigarrillo. Ahí es cuando manifiesta que lo secuestró un milico celoso, que lo torturó en el delta del Tigre durante seis meses, porque salía con su ex mujer. “En Villa María mis amigos me dan por muerto desde hace varios años”. Enseña cicatrices de balas y un bubón en la nuca a causa de los culatazos. No está seguro de la fecha,  pero cree que le sucedió en el 2011.

Las gotas sintéticas salpican la camiseta rota de River Plate que lleva puesta, y tal vez Mandrake fue sparring del Príncipe Francescoli y todavía no me lo dijo. Parecería que todas las historias encuentran sitio en su mundo, sin límites de tiempo y espacio. Que podría seguir escupiéndolas al aire, como una ráfaga, mientras desliza el rodillo sobre el revoque grueso. Y en medio de este valle, lo cierto es que no me importa si son verdad, mentira o pura fantasía.

El sol cae lento, tiñendo de naranja las piedras del Champaquí, cuando sentado en mi reposera subrayo un fragmento de la novela que estoy leyendo: “una mujer se pierde por lo menos a los dos veranos del momento en el cual nos dice adiós”.  Mandrake me interrumpe para comentar que a él también le gusta sentarse tranquilo a tomar verdes y fumarse un puchito, sin que nadie lo moleste. Cuando le ofrezco un mate, infla el pecho de orgullo y me declara que toma doce termos diarios.

Ya está el color de prueba pintado sobre la pared de la fachada; un gris claro que a mi hermano le conforma. Mandrake promete tener el trabajo terminado para el viernes, si es que acompaña el buen clima. Saluda y asegura volver mañana a las cinco, momento en que regresaré a la ciudad, a encerrarme en un departamento. Lo veo salir, enfilar hacia la subida que va a Los Molles. Allá tiene una “compañera de cama”.

Según mi hermano, Mandrake llegó a Villa Las Rosas hace dos años, dejando atrás su vida pasada, como quien muda de piel. No está muy claro fugándose de qué fantasmas. Aunque, llegó a confesarle, que fue al enterarse de que su esposa e hijastro se mataron en un accidente camino a Brasil.

Veo perderse bajo el atardecer serrano al hombre que me habló de sus múltiples experiencias, pero guardándose en cada una de ellas la parte fundamental: cómo se hace para empezar una y otra vez de cero. Yo tampoco me atreví a preguntarle, para no incomodarlo. Se sabe, los magos son reacios a revelar sus trucos.



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sábado, 21 de noviembre de 2015

Babel


Al dejarme, mi mujer me envió este mensaje: "Yo no veo un futuro con vos, parezco cruel, pero es lo que siento. Me llevé de la casa uno de los libros que te había dado del viaje a México; me gustó mucho y la verdad es que quería conservarlo".

Me emborraché y me puse a contar los lomos de cada estante, para saber cuántos me quedaban: 502 libros en total, incluido el que estoy leyendo ("La hora sin sombra", de Osvaldo Soriano) y sin considerar el de Dolina, que tengo prestado y guardo la esperanza de recuperarlo.

Cuando ella mencionó lo del libro, lo tomé como esas tonterías que decimos los seres humanos después de enunciar algo grave, para descomprimir el daño que le estamos causando al otro.

Si usted es lector, y le apasionan los libros tanto como a mí, sabrá que en cada uno hay una historia. Y no me refiero a la que narra el escritor, sino a la que construimos en su entorno, cuando el material entra en contacto con nuestra experiencia.

Tomamos un ejemplar, cualquiera, y al instante se nos aparece la persona que nos lo regaló o recomendó, la librería o feria donde fue comprado, el viaje o los lugares donde fue leído.

La implicancia de las dedicatorias o los objetos que usamos como señaladores (un invisible de la amante de ese entonces, un boleto de colectivo que nos llevaba a un ex trabajo, la entrada de un recital de Las Pelotas, una foto, la ramita recogida en una plaza a la que ya no frecuentamos).

Qué edad teníamos, qué dolores y alegrías nos atravesaban. En qué circunstancias fueron manchadas sus hojas con salpicaduras de mate, o dibujadas con garabatos y frases inspiradas en momentos que se han ido.

El libro que acabo de perder es un caso atípico: no conozco su título, ni  su autor, ni su trama, ni el tamaño o el color de la tapa. Son páginas extraviadas que ni siquiera llegué a hojear o a quitarles el polvo.
Pero esta noche, en la que armo el catálogo de mi soledad, siento su ausencia; se ha vuelto esencial en mi biblioteca.
Pronto -quién sabe-  lo tomará un extraño dispuesto a leerlo, sin advertir en su aura la tristeza de mis ojos.


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martes, 23 de junio de 2015

recompensa


"los argentinos
tienen que saber",
solía decir Jorge Julio López.
¿ sabías que ofrecen
dos millones de pesos
a quien sepa de su paradero?
nunca
la vida (o la muerte) de un albañil
valió tanto
y sin embargo no hay testigos;
el pozo en que lo hundieron
sigue vacante.


jueves, 12 de febrero de 2015

Manuel


El domingo fui al Hugo del Carril; proyectaban “Bird”  -de Clint Eastwood-, film que narra la vida del genial saxofonista Charlie Parker. Allí, en alguna parte de aquel sitio, se encontraba sentado Manuel; un vagabundo de la ciudad, amante apasionado del Séptimo Arte.
Aunque el lugar estaba oscuro (el solo brillo de la gran pantalla no bastaba para ubicarlo) y las melodías de jazz disimulaban su tos, sé que Manuel estuvo presente esa noche; probablemente en una de las filas de abajo, apartado, para no incomodar al resto del público.
Supe de su presencia al subir las escaleras, tras advertir su característico y desagradable olor. Podría reconocer esa baranda nauseabunda a decenas de butacas de distancia, en cada sala ocasional a la que concurro. Manuel es un sucio harapiento, y por más que ande sobrio y civilizado por la vida, ante las narices de los espectadores apesta.
Lo vi por primera vez en el Sindicato de Luz y Fuerza, en un ciclo de películas de fútbol que organizamos con Mariano Saravia. Manuel tuvo asistencia perfecta. Al principio, en la jornada inaugural, pensé que venía para ligar un sanguchito de miga y un vasito de vino. Mis prejuicios me impidieron divisar que se trataba de un cinéfilo de raza.
De él sé poco: su nombre, Manuel, que vaga errante y solitario, que huele rancio y que ama a las películas; y que sus pertenencias (todas) caben en un bolsito azul que lleva de un lado a otro.
El hombre es además un asistente fiel del cineclub La Piratería. En un pacto implícito de convivencia, sabiéndolo “infaltable” a las citas, el programador enciende sahumerios minutos antes de dar sala, para así contrarrestar el vaho del ciruja. Mientras tanto, afuera, el viejo sin dientes fuma impaciente, no viendo las horas de que comience una nueva función en su existencia.

Esa es la escena que se repite cada martes, antes de que el reloj marque las 20.30: la luz tenue, una pared y una puerta separando dos espacios; del lado de la sala está el incienso prendido, consumiéndose, impregnando su fragancia en el ambiente cerrado. Del otro lado está Manuel, chupando el humo de un cigarro en la dulce espera. En esa previa sucesión de imágenes en movimiento, en esa acción de resistencia que registran mis ojos, creo encontrar la belleza del cine.


miércoles, 28 de enero de 2015

La viuda de Acuña


Se llama Elisa Gauna y es la viuda de Mario Acuña, un peón de albañil fallecido en la construcción.
Acuña, que no llevaba el arnés puesto, resbaló y cayó de un décimo piso por el hueco de un futuro ascensor.Para las estadísticas, era el octavo obrero muerto en la ciudad en lo que iba del año.

Pasaron 18 meses y 14 días desde la tragedia. La viuda toma una decisión.
Deja esa tarde a la beba en lo de su suegra, la abuela que de seguro bien la va a criar.
En la pañalera guarda las llaves de la casita que Mario levantó solo, a pulmón, paleando los fines de semana.

Se detiene en la puerta del mismo edificio (inaugurado) donde encontró a su marido frío y cubierto de sangre, tapado con una bolsa de consorcio.Prende un cigarrillo allí y se lo fuma parada, mientras espera la llegada de algún residente.
Llega una pareja, se cuela detrás de ellos y consigue entrar.

De frente se topa con el ascensor en funcionamiento, subiendo y bajando por los límites del hueco oscuro que se llevó la vida de Mario. De haber estado antes…, quizá se hubiese quebrado algunos huesos y salvado.

Encuentra las escaleras y comienza a subirlas.
¿Quién se hace responsable de tantas muertes? Son trece víctimas fatales las del 2011.
Más de un trabajador al mes, ¿es mucho o es poco? ¿Es suficiente, o no lo es, para tomar medidas que puedan evitarlas?

Tercer piso.
Dejan a las criaturas sin padre, a las mujeres sin maridos.
Cuarto.
Si tuviera más coraje, ella tomaría un arma y mataría a los culpables.
Hasta se imaginó la escena: los lleva a punta de pistola hasta la cúspide, los obliga a arrojarse y luego los contempla estampados contra el asfalto, desde las alturas, hasta que lleguen la prensa y las autoridades.
Quinto, un nivel más, sexto, al dueño de la constructora que le pagaba a Mario en negro.
Más escalones, más pulsaciones, séptimo piso ya.
Al capataz, que no le exigió a él que se sujetara por lo menos con una soga.
Octavo, el cuerpo caliente y agitado, el nudo estomacal, las lágrimas derramadas, el insomnio, la ceguera.
Al de seguridad e higiene de la Uocra, que cobra pero no controla, también a los hijos de puta de la Dirección de obras de la Municipalidad.
Noveno, décimo, se mete en la terraza.

Ellos deberían estar caminando por la cornisa en la que se halla ahora.
Mira para abajo, qué pequeñas se ven las cosas: los carteles, las personas, los árboles, los bondis que pasan, y que de a poco se agigantan cuando salta al vacío y repite allá voy, allá voy con vos, mi amor.